Aunque esté en la otra punta del mundo, no tengo para nada
sensación de estarlo. Es una ciudad muy cosmopolita, de echo la MÁS COSMOPOLITA
que he visto jamás (tanto que llevo casi 5 días aquí no se si habré visto a más
de 10 australianos), así que es fácil acostumbrarse a vivir aquí.
Lo que me está volviendo loca (a mí y a todos los recién
llegados, constatado) son los pasos de peatones. No están marcados de una forma
muy evidente, pero ese no es el problema. Si no fuera suficiente con que (al
conducir aquí por el sentido contrario) uno no esté seguro nunca de que no le
va a venir un coche por el otro lado por mucho que mires 5 veces, los
semáforos duran verdes como 3 segundos. En mi primer semáforo entré en pánico.
Y corrí. Como si no hubiera un mañana. y esta es la forma de diferenciar a los
que acabamos de llegar: corremos como posesos cuando el muñequito pasa de verde
a rojo parpadeante. Corremos porque seguramente en nuestras ciudades (o al
menos en la mía) muñequito rojo y estar en la calzada significa muerte asegurada. Pero no.
Porque cuando por fin has llegado al otro nado y te giras para ver cuántos
muertos has dejado atrás, ves que todo el mundo está pasando tan tranquilo. Luego,
cuando las pulsaciones han bajado de 200, lees el cartelito y ves que verde
significa que empieces a pasar, rojo parpadeante que puedes seguir pasando y
rojo que ya no pasa ni dios. Pero claro, una cosa es que lo sepas, y otra cosa
es que en el siguiente paso de peatones consigas no correr. Esto no es cosa de
un día, lo llevamos en el ADN, es puro instinto de supervivencia. Yo en mi quinto día ya corro menos,
y aspiro a dejar de correr algún día.
Los australianos no deben de entender por
qué leches corremos los europeos, ya que aunque esté rojo para los peatones,
aquí no empieza a pasar ningún coche hasta que el último peatón ha acabado de
cruzar.
Y lo que yo no entiendo es cómo no mueren turistas australianos a
diario en Barcelona.
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